Antonia González González

Recuerdo perfectamente aquel día, cuando nos hicieron la foto a mi hermana Rosario y a mí. Yo tenía seis años recién cumplidos y mi maestra era doña Ventura Abellán. Mi hermana estaba en otra clase (porque era tres años mayor que yo), pero, como éramos hermanas nos llamaron juntas para la sesión fotográfica.

Entraba un sol radiante por la ventana de aquella habitación adonde nos llamaban, una a una (o dos a dos si teníamos hermanas) para tomar la imagen que detendría nuestra infancia, de tal manera que ahora, tantos años después, podemos revivirla como si fuera este momento. Nos colocaron de diferentes formas, como para una película, con tomas distintas: “haz como si estuvieras leyendo”; “tú que eres más pequeña, sentada, y tu hermana de pie”, “las trenzas hacia adelante”, “sonreíd” … Los jerséis, con medias flores bordadas, eran iguales, pero de distinto color, aunque en la foto no se aprecia mucho. El libro que cogía en mi mano me parecía el más bonito del mundo; tenía ilustraciones y letras preciosas.

Estuve dos años con doña Ventura y después pasé con doña Lola Portal. Aprendimos a bailar “Niña asómate a la reja” con doña Lola, en la entrada del colegio, en el rellano de la gran escalera; parecíamos princesas bajando y subiendo por aquellas escaleras majestuosas que se levantaban a derecha y a izquierda enfrente de la puerta principal. Y bailando la Reja, sobre todo cuando ya aprendimos a hacerlo bien, nos sentíamos como las reinas del colegio.

Recuerdo los desayunos calientes en el patio, cómo jugábamos por grupos y luego, antes de irnos a clase, cantábamos todas y formábamos en fila para volver. En el mes de mayo, en el patio también, hacíamos las Flores a María, dábamos vueltas por el patio en procesión, detrás de la Virgen y cantábamos.

Cuando hacíamos la primera comunión, doña Paquita esperaba a cada una y nos daba un beso, estaba ahí, nos cogía la mano y nos decía que fuésemos buenas.

Un día, doña Paquita entró a la clase y nos preguntó que quién quería quedarse a las Permanencias. Era una hora de repaso, de 5 a 6, después de las clases. Yo levanté la mano enseguida y me quedé, aunque no se me pasó por la cabeza que antes tenía que avisar en casa.  Cuando llegué, mi madre estaba preocupada porque tardaba en llegar del colegio, al decirle que había estado en las permanencias, una hora más de clase, me dijo que le parecía bien que fuera, pero que tendría que haberla avisado primero. A partir de ese día, todas las tarde me quedaba.

Una vez al año, no recuerdo para qué fiesta, nos daban chocolate caliente con bollos de aceite. Estaban deliciosos.

Terminé el colegio a los catorce años, en el año 66. Mi madre le dijo a doña Paquita que si podía darme clases de mecanografía para que pudiera prepararme para un oficio. Iba una hora a su despacho a las cinco de la tarde y practicaba en la única máquina que había allí. A mí me gustaba, me parecía que me iba a ser secretaria. Sin embargo, el negocio familiar de yeso y cal en casa de mis padres necesitaba muchas manos, y faltaba de vez en cuando a las clases. Pronto tuve que dejar de ir. Otra vez, dejé el colegio.

Siento nostalgia de aquellos años en los que se vivía y se aprendía con ilusión. Aunque estoy convencida de que gran parte de lo que somos lo aprendimos con nuestras maestras, en nuestro colegio.[1]

Antonia González González


[1] GONZÁLEZ, A. “Recuerdo perfectamente aquel día. Memorias del Natalio Rivas”. Revista De Lectio, nº 6, p. 30-31- Edición on-line.

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