Un escrito sobre don Joaquín de la Rosa Fernández, profesor de Física y Química del Instituto Nacional de Bachillerato, del IES La Sagra y de la Escuela de Maestría. El autor es su hijo: Joaquín de la Rosa Sánchez.
Mi padre, Joaquín de la Rosa Fernández
Por Joaquín de la Rosa Sánchez
La educación que recibió mi padre marcó su desarrollo como persona, primero, y como enseñante después, debió ser como esos sacramentos que imprimen carácter. Siempre nos contaba anécdotas de las monjas de la Consolación, de don Pascual Dengra y doña Manuela, e incluso del tiempo que estuvo interno con los jesuitas, en El Palo (Málaga). En este último colegio, con un régimen duro, pero con una muy buena enseñanza, preparó su salto a la universidad. Un gran colegio, tanto que hoy día son los carísimos colegios SEK (acrónimo de San Estanislao de Kostka). En la posguerra, cuando estuvo interno mi padre, estaba declarado Instituto Católico de Estudios Técnicos, y es toda una institución en la educación en España, entre sus ilustres alumnos figura nada menos que José Ortega y Gasset que estuvo interno de 1891 a 1897.
Desde luego, esa formación marcó a mi padre que fue quedándose con lo bueno de cada maestro para perfilar esa forma tan peculiar de dar clase. Nunca utilizó libro en clase ni lo recomendó, sino todo lo contrario, aunque era obligatorio establecer un libro de la asignatura y con el pesar de los libreros oscenses, recomendó que no se comprara, porque era tirar el dinero “con los apuntes y atender en clase es más que suficiente”. Ya jubilado rabiaba al ver a los nietos que volvían del colegio cargados de deberes de las asignaturas de ciencias, que muchas veces ni los padres sabíamos hacerlos, para él era antipedagógico el tiempo que se dedicaba a poner deberes y luego a revisar y corregir. Decía que ese era tiempo que se se le priva al alumno de la explicación del profesor, para él lo único importante era enseñar.
Supongo que con los años fue perfilando el temario y los apuntes para su objetivo, con la explicación en clase y para que un esfuerzo memorístico mínimo (formulación, valencias…) fuera suficiente no sólo para aprobar la asignatura, sino para dominar la materia. No pasa un mes que no me encuentre con alguien de la comarca que me recuerde que mi padre le dio clase, lo común es que me digan “anda que no me puso ceros tu padre” para finalizar asegurando que aprobaron y lo aprendido les ha servido en sus estudios o en su quehacer cotidiano. Desde luego exageran pues mi padre decía que con poner bien el nombre ya se tenía un uno.
Recuerdo que también hubo padres que reclamaban por el suspenso del niño (lo típico de “el maestro me tiene manía”), alguno en particular con el examen totalmente en blanco que dejaba en ridículo las reclamaciones:
-Disculpe usted Don Joaquín, ya sabe cómo son los niños.
– Nada, ahora en el verano a trabajar la materia y verá cómo en septiembre aprueba la materia.
Y, efectivamente, el alumno trabajaba la materia, por la cuenta que le traía, y en septiembre superaba la materia, con lo cual todos cumplían su objetivo.
Mi padre en cada curso siempre tenía alumnos favoritos, eran los más humildes y los que más esfuerzos hacían para seguir sus estudios. Eran otros tiempos, con horarios infernales de 9 a 13.30 y de 16 a 18 horas. Pensemos en los que venían de la comarca en esos autobuses de la época, y algunos tenían un gran recorrido en bicicleta hasta el cortijo donde vivían. Siempre los tenía presentes, los que estudiaban con velas, los que cuidaban el ganado al llegar, los que apenas traían merienda para pasar el día, contaba que algunos tenían un solo lápiz para todo el curso. En esa labor no estaba solo, contaba con la ayuda de doña Paquita, que sabía vida y milagros de todos los alumnos, doña Soledad Álvarez, al frente de una residencia femenina, que estaba en la calle Mayor, donde había internas y también donde se le daba comida caliente y cobijo hasta que llegaban las clases de la tarde. Qué grandes mujeres, seguramente sin saber ellas lo que es el trabajo social, hacían una labor que ya quisieran las modernas trabajadoras sociales. También doña Mercedes de Abajo, don Rafael Díaz… y los que fueron viniendo y se quedaron, como doña María Ángeles Nieto, don José Arenas, don Mariano de Abajo… Y los más recientes, como el don Gregorio Martínez (que fue director muchos años), don Isidoro García, don Antonio Guerrero…
Las juntas de evaluación serían de órdago y aplicaban la máxima “débil con el débil y arrogante con el arrogante”, siempre intentando que se aprovechara el tiempo y que los alumnos tuvieran la oportunidad de vivir mejor. Y con muchos lo consiguieron, eran tiempos en que los estudios, a base de paupérrimas becas, eran el mejor ascensor social.
Durante un tiempo, al principio de su vida profesional en Huéscar, mi padre también dio clase en lo que entonces se llamaba Escuela de Maestría (posteriormente Escuela de Formación Profesional y, hoy, Instituto Alquivira), no era el único que compaginaba dos trabajos (como doña Paquita en el Natalio) había pocos licenciados y era preciso multiplicarse. Allí se encontró con la gran labor del director don Luis Martínez Cabrera, y magníficos compañeros como don Horacio Iruela, don Alberto Egea y, sobre todo, don Maestro Manolo Pérez (no queda bien pero tanto el don como lo de Maestro se lo tiene ganado con creces). Había un buen equipo, y se realizó una labor muy importante para la comarca. Y, entre “a pequeña medio paréntesis”, había tiempo para la charla y el relax con los compañeros, por el cariño con que lo recordaba esta etapa mi padre, debieron ser unos años entrañables para él.
Y ahora que no está mi padre ni por desgracia tantos otros, ahora que ya vamos, como Proust, en busca del tiempo perdido, solo nos quedan los recuerdos de estas personas que lucharon porque la revolución social se hiciera a través del estudio y la formación, el que por la calle te lo reconozcan y agradezcan es el mejor homenaje posible. Como dice la canción, las obras quedan, las gentes se van, ojalá que los que vengan las continúen.
2 de julio de 2025.
Joaquín de la Rosa Sánchez


Revista de Lectio. Proyecto de investigación sobre la enseñanza media (y secundaria) en Huéscar, 1947-2000.
Responsable: Mercedes Laguna González.





